Ya he comentado en otra ocasión que las salidas de todo el día, comida incluida, son una incógnita en cuanto a asistencia, y que nunca se puede prever si seremos muchos o pocos los que acudamos. De modo que en esta ocasión, que no era salida de un día sino de todo un fin de semana, las dudas y la expectación eran grandes.

Al final, hemos sido doce los que hemos respondido a la convocatoria, si bien nos consta que los dispuestos a la aventura éramos no menos de veinte y que, por unas u otras circunstancias, a algunos les ha sido imposible venir. Y yo no sabría decir si ha sido mejor o peor así, puesto que los eventuales inconvenientes, por imprevisión o inexperiencia, que hubieran podido surgir en esta primera ocasión, al haber menos gente, se hacen más llevaderos,  se echan en el saco del no importa, aquí no ha pasado nada y todo el mundo es bueno. Por el contrario, los momentos agradables, que los hubo y muchos,  se comparten con todos y se establece un clima de complicidad y camaradería que está siempre presente en todas las actividades. A ello contribuyó, sobremanera, el programa preparado por Mª Rosa y Carlos, muy equilibrado entre lo que era senderismo y el complemento de visitas culturales y de ocio por la zona. Un diez para ellos.


  SUBIDA AL CAP DE LA GALLINA PELADA

  Nos desplazamos en coche hasta las proximidades de Saldes y nos fuimos directamente al tajo. Aparcamos a pie de carretera, junto a varios coches de boletaires y, sin más preámbulos, atacamos la primera ruta programada: subida al “Cap de la gallina pelada”. Hubo alguna broma con el nombrecito pero la cosa era seria, con un camino bastante escarpado y con desniveles de cierta importancia, considerando que, al menos en teoría, éramos un grupo  que se hace llamar Moderats. Partimos de una altura de 1675 m y teníamos que llegar hasta los 2325, con un desnivel total de 650 m, sin apenas alternativas, sobre todo en el primer kilómetro y medio, de subida continua. El día comenzó soleado y con temperatura perfecta para la subida, pero, al irnos acercando a la cima, el cielo se cubrió de nubes, comenzó a soplar un vientecillo frío y a caer alguna bolita de nieve helada, que eran un muy mal presagio. Tengo que confesar que, a falta de medio kilómetro, estuve a punto de abandonar por cansancio y por sentirme culpable de hacer esperar a los que ya estaban arriba y a los que imaginaba sufriendo con la ventisca helada. Casi me alcanzan Rosaura y Nuria que, por una ligera indisposición de esta última, comenzaron más tarde la ascensión. Valientes ellas.
  Sin más dilaciones y después de las fotos de rigor y de firmar, con dificultad por el entumecimiento de las manos, en el libro de visitas, comenzamos el descenso. Enseguida, la ventisca mezclada con la nieve helada, copos pequeñísimos, apenas visibles, duros, te golpeaban el rostro y sentías como alfilerazos en la piel. Asun, más previsora, se tapaba el rostro con el paraguas. Más abajo, los copos se hicieron más grandes y blandos y el suelo comenzó a blanquear por la nieve, lo mismo que la ropa y los gorros. Cristina comentó que si aquello nuestro, siendo poquita cosa, era tan insufrible, cómo sería en la alta montaña, en pleno temporal. Debió ser una premonición porque, a aquella misma hora, un grupo de montañeros se encontraba perdido en la zona de Queralbs, con consecuencias dramáticas.
  La nevada cesó en el último kilómetro y casi también el viento, aunque había que bajar con mucha precaución por ser el tramo más empinado, el sendero más escabroso, ahora cubierto de nieve, y por el cansancio acumulado de la subida. Algún resbalón hubo.
  Y, por fin, los coches de nuevo. Nos acercamos a una zona de picnic, (Carlos lo tenía todo previsto) y comimos al sol, sobre la hierba. Y al frío, porque el vientecillo era cada vez más fuerte y más helado y el sol, por el contrario, más débil. De manera que, en cuanto terminamos, cogimos de nuevo los coches y fuimos a reconfortarnos en un bar del cercano Saldes tomando bebidas calientes. Allí comenzamos a estar más animados y, claro, satisfechos por la caminata, cómplices en la aventurilla y, dicharacheros, comentamos todo lo que había pasado.
  Después, en Sant Julià de Cerdanyola, en la casa rural, el reparto de habitaciones, la calefacción a punto, quince minutos bajo el agua caliente de la ducha, ropa seca y como nuevos.
  Luego nos desplazamos a Bagà y paseamos por sus calles medievales, visitamos la iglesia, interesante, y, de nuevo, la tertulia en un bar, generalizada, con conversaciones cruzadas y en un magnífico ambiente de camaradería.
  Cuando regresamos a la casa rural, Rosa, la dueña, (¡qué amabilidad la suya!) nos había preparado un homenaje en forma de cena, abundante, variada y de calidad. Y, ella, insistiendo en que comiéramos más y desviviéndose por atendernos.
  Después de la cena, algunos no tardaron en acostarse; otros nos fuimos a dar un paseo por el pueblo, prolongando la jornada y, como suele ocurrir, hablando de lo divino y de lo humano. El cielo, claro y estrellado, contribuyó a ello.

 DE FALGARS AL CAMP DE L’ERMITÀ

 Al día siguiente, otro homenaje de Rosa en forma de desayuno. Ya nos tenía preparados los bocadillos y la fruta para el picnic, pero aún insistió en incluirnos todo lo que no habíamos consumido desayunando, que fue bastante. Nos enteramos de la tragedia de las dos montañeras muertas y del hundimiento del túnel de Andorra. Creo que lo de las montañeras lo sentimos más cercano, yo al menos.
  Nos dirigimos al santuario de Falgars y, después de echarle un vistazo, comenzamos la ruta programada, esta vez sencilla y amable, por una pista que discurría por el bosque, con pinos, robles, hayas y arces, en pleno otoño, con el suelo cubierto de hojarasca seca. El día amaneció claro y con buena temperatura, el sol penetraba entre los árboles y contribuía a hacer más agradable el paseo. La hojarasca cubría gran parte de la hierba de las orillas pero, aún así, Asun era capaz de descubrir fredolics donde yo solo veía hojas secas. Aunque tengo asumido que lo de las setas no es lo mío, no dejaba de ser decepcionante. Continuamos la caminata, sin prisas, subiendo ligeramente hasta el Camp de l’Ermità, en varios grupitos, disfrutando del sol y del bosque. En un claro, cubierto de una ligera capa de nieve, nos hicimos las fotos de grupo y, poco después, iniciamos el regreso, siempre a nuestro aire, sin prisa, hasta el santuario.
  Esta vez si, la comida al sol de otoño, sobre la hierba, al abrigo del vientecillo, fue larga y disfrutamos de ella, cerca de unas vacas que rumiaban indiferentes y acosados por unos gatos que esperaban, y consiguieron, participar de nuestra comida.
  Y después, en el restaurante del santuario, de nuevo los cafés en grupo. Alguien compró un recuerdo y, poco más tarde, el regreso a Corbera. Satisfechos y conjurados para repetir el próximo año.